UNIVERSIDAD VERACRUZANA
   
 


Gonzalo Aguirre Beltrán s/n
Lomas del Estadio, Zona Universitaria
Xalapa, Ver., México.

 

 

DOS ESQUEMAS DE FINANCIAMIENTO A LA EDUCACIÓN SUPERIOR EN MÉXICO

 

 

Es preciso declarar dos aspectos fundamentales respecto de los mecanismos a través de los cuales la educación superior ha sido financiada en México, antes de describir los esquemas de financiamiento y los patrones de gasto público en este renglón presupuestal de las finanzas públicas nacionales. El primero de ellos tiene que ver con la naturaleza de la relación jurídica entre el Estado mexicano y el denominado “sistema” de educación superior. El segundo, trata de los patrones que dicho financiamiento ha observado durante la evolución tanto del propio sistema educativo, como de la economía nacional a partir de las crisis estructurales . Por lo tanto, este capítulo se estructura sobre la base de una revisión de las relaciones constitucionales del Estado y las instituciones de educación superior en México, de la evolución del financiamiento de éstas respecto de la actividad económica del país a partir de sus años de crisis y, finalmente, aborda el problema de los esquemas de financiamiento de la educación superior. Por último, es preciso advertir que la transición de un esquema a otro es producto tanto de la crisis económica y financiera y por lo tanto del agotamiento del modelo de desarrollo asumido por el Estado, como del advenimiento del paradigma de mercado denominado “neoliberal”.

 

 

El Estado y la educación superior en México

 

El Estado nacional revolucionario surgido del movimiento de 1910 buscó afanosamente la reivindicación social a través del cumplimiento de los ideales que motivaron los movimientos sociales mexicanos hasta entonces no cumplidos y que habían, no obstante, estado en la agenda tanto de la Independencia como de la Reforma. Desde una perspectiva eminentemente política, la actitud estatal tuvo mucho que ver con la gestión de su propia legitimidad y ésta pudo construirse a partir del manejo del gasto público, especialmente dentro de los rubros denominados sociales, tales como la educación, la salud, el reparto agrario y la defensa de los derechos de los trabajadores. En materia educativa, es evidente que durante muchos años, la gratuidad de la enseñanza y el crecimiento denodado de los alcances y de la cobertura del sistema educativo, fueron dos de las columnas en que se sostuvo el nacionalismo revolucionario y fue, por supuesto, un eficiente instrumento para obtener y conservar la legitimidad y el consenso sociales, en el marco de un sistema político autoritario, vertical y hegemónico. Esta fue la causa de que el financiamiento de la educación pública no sólo expresara el cumplimiento de una obligación legal del Estado, sino que también desempeñara un papel vital a nivel ideológico y en la construcción de la nacionalidad. Fue así como en todos los ámbitos de la estructura social mexicana, la presencia del Estado fue determinante para erigir la unidad y la cohesión nacionales y la educación básica jugó un papel crucial al respecto. Sin embargo, no sólo fue la educación básica la única destinataria de los recursos presupuestales públicos, pues parte sustancial del financiamiento de la educación superior y media superior fue también de carácter público.

 

     La presencia financiera del Estado en la educación se justificó a partir de tres vertientes. Una fue el afán de contribuir al logro de la justicia social, cumpliendo así las promesas de la revolución y de los movimientos sociales que le antecedieron. La otra fue la evidente estrategia de contribuir, por medio de la educación y del aparato ideológico escolar, a la obtención de un concepto de nacionalidad que hasta entonces no se había logrado, como de hecho parece ser que aún queda por conseguirse. Y por último, el afán de obtener el consabido consenso social y con él, la legitimidad política. Las tres vertientes juegan en el mismo ámbito, en el espacio de lo público, esto es, en el contorno del interés social que al final satisface simultáneamente a los actores involucrados: Estado, sociedad y economía.

 

En efecto, la educación es un factor esencial de la justicia social y lo es por muchos motivos que los grandes humanistas y teóricos en el campo educativo han sostenido. Se puede argumentar, junto con recurrentes expresiones del dominio público, que “educar es redimir”, que “un hombre no está completo hasta que no se educa”, que la “educación es el mejor medio para igualar oportunidades”, que “no existe mejor patrimonio que una buena educación”, etc. Erasmo de Rotterdam (1466-1536), por ejemplo, llegó a decir que “un hombre no instruido en la filosofía u otras disciplinas es un animal inferior incluso a los brutos”.[1] Los grandes humanistas de los siglos XV y XVI, y aún los anteriores, asumían que el uso de la razón es lo que hace a los hombres dignos y les distingue de los animales. Una idea clásica es la de que los seres humanos, si bien poseen libertad por el sólo hecho de serlo, sólo pueden redimirla a través de la educación. Durante el siglo de las luces, Immanuel Kant (1724-1804) repetía estas ideas durante sus cátedras en la célebre universidad de Königsberg. Afirmaba Kant que “el hombre sólo puede llegar a ser hombre gracias a la educación. Él es únicamente lo que la educación hace de él”.[2] Partiendo de la exaltación de la razón, como fuente de la libertad y de la dignidad humanas, Kant concluye la integridad del hombre por medio de la educación y sostiene que éste es una persona porque posee racionalidad y autonomía, es decir, libertad. En consecuencia, los hombres somos autónomos y conscientes gracias a la educación y merced a ella elegimos nuestros propios fines. Nada será más justo, por lo tanto, que hacer que todos en una sociedad sepan leer y escribir y que adquieran los conocimientos necesarios para contribuir a su propio desarrollo y equidad, de modo que todos los sujetos sociales, frente a la economía y al destino, tengan similares oportunidades de acceder a la justicia social y a mejores estados de bienestar.

 

Para todos los filósofos, humanistas y teóricos de la educación, los hombres se hacen dignos mediante un proceso de maduración y de formación continua que los griegos llamaron paideia y que nosotros denominamos educación. Este sólo fin, por sí mismo, justificaría los esfuerzos de la sociedad para contribuir a un gasto público sustancioso en su propio beneficio. Sin embargo, desde mi punto de vista, la presencia financiera del Estado en la educación va en el orden de dos finalidades adicionales y no menos importantes, aunque quizás contradictorias con el papel redentor de la educación. Por un lado, como he dicho, está la necesidad de contribuir a la construcción de un sentimiento de nacionalidad que era urgente desde la consumación de la independencia y, por otro, el afán no menos necesario de obtener un aculturamiento mínimo que garantizara la cohesión, esto es, la unidad política de la sociedad en torno del ideal revolucionario y nacionalista y con él, la ineludible dominación ideológica de una clase sobre otra. Como en casi todas las sociedades, los estados han tenido que equilibrar los fines de la educación oficial, ya que por un lado la educación por si misma es libertaria y redentora, pero por el otro, también la educación deviene en un instrumento de igualación de consciencias, de modo que efectivamente pueda erigirse un concepto de nacionalidad en torno de símbolos, leyendas, mitos y héroes.

 

Ciertamente, una vez consumada la independencia de México, no es fácil decir que la sociedad se asumiera así misma como mexicana. El hombre de la colonia se piensa unas veces como novohispano y otras como americano, pero no como mexicano. La primera república federal (1824-1835), crea “lo mexicano” a partir de una declaración jurídica. Esta sentencia normativa construye no una nacionalidad, sino meramente una ciudadanía. A mi juicio, la nacionalidad tiene más que ver con un sentimiento y con una visión del mundo que es producto de una edificación histórica y cultural uniforme; la ciudadanía, en cambio, es un artificio jurídico que señala a los individuos y les califica a partir de una connotación declarativa que nace del estado nación y del concepto decimonónico de soberanía. La noción de ciudadanía, en principio, parece más un acto de poder que el resultado natural de una evolución histórica. En los tiempos modernos, sin embargo, hemos podido observar cómo el poder político del Estado, a través de la ley, creó ciudadanías aún por encima de los verdaderos sentimientos de nacionalidad de los pueblos. Este es el caso de la Unión Soviética y el de otros tantos países formados por la acción del poder. En otros casos, en cambio, las ciudadanías se cimentaron de manera coincidente con los sentimientos de nacionalidad (Japón, China o Francia). El caso mexicano, por su parte, denota la situación en la cual el sentimiento de nacionalidad es plural y diverso, pues las desemejantes culturas mesoamericanas aún no se extinguen en el momento preciso de la consumación de la independencia y jamás fue posible que una declaración constitucional creara, de la noche a la mañana, un afecto de nacionalidad uniforme y de amplia cobertura social. Fue necesario, por lo tanto, que el Estado emergente de la primera constitución federal, adoptara una estrategia que abonara a la confección de “lo mexicano” como un atributo sentimental, moral y patriótico que garantizara la gobernabilidad y el control político de la nueva sociedad y del nuevo país. La escuela, como aparato ideológico, ha venido cumpliendo esta misión, pues hubo que crear, en principio, una cultura propiamente mexicana, una cultura que no fuera ni española ni criolla, ni náhuatl ni totonaca, ni maya ni olmeca, sino precisamente mexicana. Era imperioso crear la idea de un destino común a partir de un pasado glorioso e igualmente común, y entonces el mestizaje debía ser espiritual, más que étnico.

 

No obstante, no se trataba exclusivamente de una paideia escolarizada, sino en realidad de un proceso más amplio y profundo; era preciso algo que garantizara una efectiva transmisión de valores y también de conocimientos que llenara literalmente a los nacientes ciudadanos de una cultura de nueva factura que les diera destino y finalidad. En este sentido, vale decir que la noción del individuo, como ente o cosmos autodeterminado (Kant), se hizo extensiva a la colectividad y a los grupos de sujetos con rasgos culturales diversos y a los cuales había que hacer comunes. Los pueblos, las sociedades y las naciones también deben tener la capacidad de autodeterminarse y no deben estar ajenos a los determinantes de autonomía que genera la educación como fuente de la redención social. Tal y como sucede con las personas, los pueblos y las naciones se convirtieron también en sujetos del derecho, pero también fueron la fuente y la base para conseguir los consensos y la legitimidad política de un Estado que fue impuesto y no decidido por colectivamente.

 

No es fácil, y probablemente ni siquiera conveniente, desligar la legitimidad política del Estado de los procesos de construcción del nacionalismo, pues dicha legitimidad se fundamenta en tales procesos. He afirmado, al momento, que el nacionalismo y la percepción de “lo mexicano” fueron una factura jurídica generada por la Constitución de 1824, en la medida que ella constituye el documento normativo del Estado que nace de la independencia y que proclama la existencia de un nuevo país. Tal vez sea el momento de proponer una idea más acabada respecto de lo que entiendo aquí por nacionalismo. Se trata, como he dicho, de un sentimiento resultante de la conjugación de múltiples factores de naturaleza geográfica, lingüística, biológica, histórica y por supuesto cultural, incluyendo aquí a lo religioso. El nacionalismo se fragua entre la sangre y el suelo. Sin embargo, los nacionalismos en general, no son consustanciales con la historia de las organizaciones sociales, ya que en opinión de algunos pensadores, se trata de un fenómeno ciertamente reciente, es decir, los nacionalismos son un producto de la modernidad. Algunos de estos pensadores del modernismo enfatizan de manera muy particular el peso de la educación en la construcción del nacionalismo. Por ejemplo, Elie Kedourie y Ernest Gellner, sostienen que el nacionalismo es un fenómeno exclusivo de nuestro tiempo, pero hay en ellos una amplia diferencia: mientras que Kedourie piensa que el nacionalismo es producto de una doctrina posterior a Kant y ampliamente difundida por los medios masivos de adoctrinamiento de masas, Gellner piensa, en cambio, que el nacionalismo nace como consecuencia de la industrialización y no de “algunas elucubraciones filosóficas”.[3]

 

Kedourie asume que el pensamiento kantiano sobre la autonomía del individuo (la persona) fue traslada por sus sucesores, principalmente por Fichte, a la autodeterminación de los pueblos.[4] Para Fichte, por caso, la educación es un instrumento del Estado para unir a la nación.[5] Fichte, incluso un poco al margen de su doctrina de la emergencia del nacionalismo como consecuencia de la autodeterminación (autonomía), modificó el concepto de la libertad de la persona y la fundió en el ámbito del «Estado nación». Citando a Fichte, Kedourie escribe:

 

“El fin del hombre es la libertad, la libertad es autorrealización y la autorrealización es la completa absorción en la conciencia universal. El Estado, por consiguiente, no es una colección de individuos que se han reunido para proteger sus intereses particulares: el Estado es superior al individuo y está antes que él. Es sólo cuando él y el Estado son uno cuando el individuo realiza su libertad”.[6]

 

La filosofía postkantiana, al crear un nuevo ideal de la persona humana, creó también un nuevo concepto de lo que debía ser la educación, ya que para Kant la educación debía atender a los propios fines del hombre y no a los del Estado; para Fichte, por el contrario, la educación significaba la destrucción completa del libre albedrío del niño, pues una nación con tales hombres sería ciertamente invencible. Dice Fichte:

 

“La finalidad de la educación no es la transmisión del conocimiento o sabiduría tradicional y los medios ideados por una sociedad para atender las preocupaciones comunes; su propósito es más bien totalmente político, someter la voluntad del joven a la voluntad de la nación. Las escuelas son instrumento de la política del Estado, como el ejército, la policía y la hacienda pública”.[7]

 

Respecto del origen del nacionalismo, Gellner propone otra hipótesis interesante, sobre todo por cuanto se refiere, aunque sea indirectamente, al tema de la educación y al compromiso del Estado por sostenerla. En efecto, Gellner defiende la idea de que la génesis de los nacionalismos se halla indisolublemente ligada a los modos de organización social, lo cual significa que dicha génesis tiene más que ver con los cambios estructurales de la sociedad y de la economía, que con las doctrinas ideológicas, como supone Kedourie, al señalar a Kant como el “culpable” del nacimiento de los virulentos nacionalismos. Para Gellner, los nacionalismos históricos han surgido como consecuencia de la transición de las sociedades agrarias a sociedades industriales, pues para que éstas puedan funcionar deben expresar al menos una característica: ser homogéneas culturalmente. Habría que decir, en consecuencia, que un nacionalismo es, para efectos prácticos, una homogeneidad cultural en cualquier población gobernada por una organización política. Ahora bien, resulta obvio que tal homogeneidad no puede ser sino el resultado del proceso educativo y también es evidente que la sociedad emergente del pacto que consumó la independencia de México, lo menos que expresaba eran datos empíricos que acusaran los mínimos rasgos de homogeneidad cultural.[8]

 

     Gellner indica que mientras en las sociedades agrarias la aculturación era resultado espontáneo de la convivencia, en las sociedades industriales aquella deviene en función de la escuela. De hecho, sostiene el autor, la escuela moderna es una institución que no existía en las sociedades antiguas, de donde es posible obtener que la educación institucionalizada es consecuencia de las necesidades de la industrialización y no de factores ideológicos. De este argumento, es posible seguir otras conclusiones. Por ejemplo, la formación del capital humano en nuestras sociedades industriales no hubiera sido posible si se hubieran mantenido los esquemas lentos y generacionales de acceso a la especialización y a la aculturación, propios de las sociedades tradicionales. Gellner sentencia:

“El nivel que se exige de los miembros de esta sociedad, para poder ser correctamente empleados y gozar de ciudadanía moral, plena y entera, es tan elevado que resulta perfectamente imposible que sea transmitido por las unidades de parentesco o locales tal como existen. Sólo un dispositivo educativo moderno, “nacional”, puede asegurar ese nivel de competencias”.[9]

 

Puesto que la idea central de este capítulo es fundar el compromiso financiero del Estado respecto de la educación, y particularmente de la educación superior, para después pasar a describir los esquemas de asignación presupuestal asumidos por el Estado mexicano a la educación superior, creo necesario recuperar aquí la secuencia de ideas hasta ahora expuestas y que tienen que ver con el papel de la educación. He dicho que con Kant, la educación es concebida como formadora de la personalidad humana individual; con Fichte, la educación es un instrumento unificador de la nación y con ello, un factor de legitimación del Estado. Finalmente, con Gellner, la educación aparece como un mecanismo suministrador de recursos humanos para las industrias. Los tres autores aportan un triángulo de funcionalidad de la educación, sin que éste excluya a muchos otros pensadores que han abordado lo educativo. Pero en cualquier caso, aparece entonces aquí una de las preguntas fundamentales que será necesario dilucidar y que tiene que ver con la contraparte del compromiso financiero del Estado, el cual supone, por supuesto, una obligatoriedad para con la sociedad. La pregunta es ¿quién es históricamente el titular de los derechos relacionados con la educación? ¿es el ciudadano y la sociedad, el «estado nación» o el aparato productivo? Esta misma pregunta es la que recientemente nos hacemos en relación con el debate respecto del predominio de la sociedad, el estado o el mercado.

 

Naturalmente, si asumimos un compromiso financiero del Estado mexicano hacia la educación en su conjunto, habría también que preguntarnos si la escuela pública es formadora de personas o es formadora del aparato estatal o de la industria. Bolaños Guerra[10] asienta que los orígenes del nacionalismo, en realidad, combinan factores tanto materiales o de industrialización como de carácter ideológico, ya que ambos se complementan y se influyen mutuamente. En consecuencia, parece claro que el debate acerca de si la educación y la escuela modernas sirven como aparato ideológico del Estado –de las clases dominantes, diría Gramci-, o si sólo son un accesorio de la industrialización o un mero logro de la filosofía humanista, quedaría resuelto, en principio, asumiendo la tesis de la complementariedad. Esta misma postura ayudaría también para desatar la cuestión acerca de si el derecho a la educación es una prerrogativa del Estado sobre la formación de las personas, una necesidad de la sociedad para contribuir a su desarrollo económico, o solamente es un derecho subjetivo, o incluso ninguna de estas cosas.

 

      



[1] Abbagnano, N. y A. Visalberghi, Historia de la Pedagogía, Fondo de Cultura Económica, México, D.F, 1993, p. 238.

[2] Kant, Immanuel, Kant on Education, Thoemmes Press, 1922.

[3] Kedourie, Eli, Nacionalismo, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1985. Gellner, Ernest, Naciones y nacionalismo, CONACULTA/Alianza Editorial, México, D.F., 1990.

[4] Inspirados por Fichte, un grupo de estudiantes alemanes radicales, luego de las guerras napoleónicas, decidieron ponerse a trabajar arduamente en aras de la unidad y de la democracia en Alemania.

[5] Bolaños Guerra, Bernardo, El Derecho a la Educación, Temas de Hoy en la Educación Superior, ANUIES, No. 16, México, 1996, p. 9.

[6] Kedourie, op. cit., p. 26. Las cursivas son del autor de esta tesis.

[7] Citado por Kedourie, op. cit, p. 64. Las cursivas son del autor de esta tesis.

[8] Hoy en día, el nacionalismo mexicano no alcanza niveles óptimos de completud, pues aún hay poco más de cincuenta comunidades étnicas que reúnen todos los requisitos que las califican como auténticas naciones.

[9] Gellner, op. cit, p. 52.

[10] Op. cit, p. 22.