UNIVERSIDAD VERACRUZANA
   
 


Gonzalo Aguirre Beltrán s/n
Lomas del Estadio, Zona Universitaria
Xalapa, Ver., México.

 

 

LA DESIDEOLOGIZACIÓN DEL PODER

 

 

Cuauhtémoc Molina García

 

E

s ya un lugar común en el análisis político la tesis de que la globalización, por un lado, la emergencia dominante del neoliberalismo por el otro, y por último el denominado “fin de las ideologías”, han propiciado un fenómeno que se empieza a manifestar como un signo dominante en el mundo occidental y que se puede definir como el ascenso al poder de gobernantes desideologizados. Sin embargo, este fenómeno, si bien es marcado en nuestros tiempos, no es nuevo, pues en el mismo mundo occidental y hasta antes del surgimiento de los “estados nación”, los procesos de formación del poder y de su ejercicio estuvieron siempre al margen de ideologías políticas, entendidas éstas como doctrinas, no como súper estructuras representativas de una visión del mundo de las sociedades en sus diversos momentos históricos.

 

En el caso mexicano será preciso hacer algunas consideraciones previas. Es sabido, y de todos aceptado, que la construcción del Estado mexicano moderno se fincó en el movimiento revolucionario de 1910, movimiento del que se apropió el partido revolucionario institucional en sus diferentes momentos históricos. También es admitido por la mayoría de los estudiosos de la ciencia política, que la revolución rusa de 1917 marcó decididamente la ideología revolucionaria que se consolidó en el Estado nacional mexicano, y que la corriente socialista inspiró y sedujo al presidente Lázaro Cárdenas, quién gobernó al país durante el periodo comprendido entre 1934 y 1940. El influjo del socialismo en México se reflejó con mayor fuerza en la reforma que este presidente hizo al artículo tercero constitucional en materia de educación, declarando que ésta debía ser decididamente socialista. No obstante ello, el discurso político de los presidentes revolucionarios de México nunca dejó de estar fuertemente matizado por las ideas propias del movimiento revolucionario de 1910, aunque con claras diferencias de tinte, no de fondo. Bajo este tono, la historia política de México caminó hasta el advenimiento a la silla presidencial de Miguel de la Madrid Hurtado, quien de manera en cierta forma discreta empezó a abandonar no solo el discurso revolucionario, sino incluso inició la implantación de políticas públicas guiadas por el mercado, ya no tanto por el Estado. Su antecesor, José López Portillo, llegó a declarar que él era de hecho “el último presidente de la revolución”. En este sentido, De la Madrid ha sido considerado por muchos como el “primer presidente tecnócrata” de México.

 

Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, el término “revolución” desapareció definitivamente del lenguaje de la clase política en el poder, y fue sustituido por términos de laxo y ambiguo significado tales como “política moderna”, “modernización” e incluso “adelgazamiento del Estado”. Así, el 20 de noviembre, que antaño se afirmó como el altar de culto de los héroes y los caudillos de la Revolución, se convirtió de pronto en un frívolo, simple y deportivo “día del Desfile”. Pero más allá de esto, hubo durante el salinismo un claro intento de abandonar la ideología del nacionalismo revolucionario para dar paso a la emergente tecnocracia utilitarista y pragmática, que ya empezaba a dominar el pensamiento y el lenguaje de los políticos mexicanos de la globalización. Durante este sexenio, y siendo presidente del CEN del PRI Genaro Borrego Estrada, y a instancias de la voluntad presidencial de Salinas, se modificaron los Estatutos del PRI y el concepto de “liberalismo social” sustituyó al de “nacionalismo revolucionario”, que había sido la divisa de los gobiernos previos. Todo esto con el benévolo, sumiso y acrítico aplauso de la clase política y de la burocracia de ese partido, así como de algunos intelectuales orgánicos al servicio del poder. Lo que Salinas de Gortari buscaba era robustecer un ideario que fuera capaz de sustentar un nuevo partido, el Partido de Solidaridad, que le daría cuerpo al programa social de su gobierno.

 

Tanto Miguel de la Madrid como Salinas y su sucesor, Ernesto Zedillo Ponce de León, fueron reconocidos en su momento como presidentes desideologizados que supieron colgarse de las siglas del PRI para alcanzar el poder y legitimarse en él. Sin embargo, dentro del ámbito de las actuales circunstancias que marca el pragmatismo de la globalización, que es el paradigma emergente del nuevo capitalismo, hay que admitir que los referentes tradicionales de “izquierda” y “derecha” han venido a caer en un aséptico centro carente de significados ideológicos, al menos en la forma tradicional en que ha sido tomado el término “ideología”, esto es, la ideología entendida como doctrina inspiradora de los actos de gobierno de los hombres en el poder.

 

Bajo estos escenarios que simplifican y acotan el significado profundo de la política, alcanza el poder no quién ofrezca mejores ofertas de política pública, sino quien sea capaz de desarrollar e implantar la mejor estrategia de mercadotecnia electoral construyendo de igual manera la mejor imagen ante los medios de comunicación, quienes hoy en día mediatizan y permean la voluntad electoral de la sociedad. Y cuando se hace esta afirmación, no hay que olvidar que el perfil de la globalización está claramente definido por las corporaciones empresariales multinacionales y financieras y por las propias empresas de medios de comunicación.

 

No obstante, México no es un caso aislado, pues las tendencias desideologizantes se mueven hoy en día a una velocidad extraordinaria. En Argentina, por ejemplo, Fernando de la Rúa asumió la presidencia impulsado por una coalición de “centro izquierda”, y ya en el poder llama a un adversario político, Ricardo Cavallo, para manejar la nerviosa economía argentina. En Perú Alberto Fujimori llega al poder para apagar los fuegos encendidos por Alan García, un sujeto altamente ideologizado bajo los signos del antiimperialismo recalcitrante, de aspecto similar a la actitud ideológica de Fidel Castro en Cuba. En México, Vicente Fox, a pesar de ser postulado por Acción Nacional, hace a un lado la doctrina de este partido y se apoya, en cambio, en un grupo desideologizado y pragmático, conocido como “los amigos de Fox”. No importa, en realidad, cuáles son los signos ideológicos de los partidos que llevan al poder a sus integrantes, pues al final de cuentas, todos ellos terminan ajustándose a las exigencias del mercado global para poder gobernar. Esto, sin duda, confirma la tesis de que las actuales connotaciones de términos tales como “izquierda”, “centro” o “derecha”, solo sirven para caracterizar colocaciones y posicionamientos estratégicos en el mercado de las preferencias electorales. De hecho, el término “ideología” es hoy una locución indeseable, pues remonta a tiempos que nadie quiere repetir y contiene resabios denostados por las nuevas clases políticas formadas en universidades extranjeras y por las nacientes estructuras del poder mundial, ahora fuertemente matizadas por las empresas y las corporaciones multinacionales, los inversionistas extranjeros y los propios medios de comunicación.

 

No cabe duda que la desfiguración de las ideologías ha traído problemas muy diversos para las naciones cuyas consecuencias aún son imprevisibles en sus reales magnitudes. Es claro que hoy, más que en ideas y en propuestas sociales, el electorado se fija más en el carisma y en la fotogenia, en las cualidades personales y en la habilidad de los candidatos para manejar a los medios de comunicación; de esta manera, los postulantes más competitivos de los partidos políticos son aquéllos que mejor tino tienen para interpretar los grandes vacíos de la sociedad. Hubo en la campaña presidencial reciente[1], candidatos que bailaron en programas populares de la televisión o que sirvieron de patiños de cómicos de moda. Otros candidatos a representantes populares caminaron por los pasillos de los centros comerciales, regalando sonrisas forzadas buscando la simpatía imposible del electorado. Estos son ahora los acentos de la política permeada por los imperativos de la modernidad y de la globalización.

 

Empero, las ideologías no están del todo muertas, pues si bien las izquierdas y las derechas se miran en extremo neutralizadas por las nuevas condiciones impuestas por el mundo contemporáneo, hay que admitir, no obstante, que la misma globalización representa, en el fondo, otra ideología más. Por otro lado, las reacciones sociales a la mentada globalización adquieren hoy nuevos tintes, tintes fuertemente cargados de sentimientos que aspiran a formalizarse en actitudes políticas más consolidadas. Este es el caso de la “globalifobia”, que a pesar de ser aún una manifestación violenta y callejera de repudio social, seguramente no tardará en llegar a representar una propuesta alternativa de políticas públicas gubernamentales. Además, las reacciones de sentido contrario a la globalización empiezan a mostrar fuertes contenidos ecológicos, étnicos y regionalistas, contenidos que tarde o temprano llegarán a ser divisas de agrupaciones políticas más o menos electivas al pragmatismo extremo que indica la economía de mercado.

 

Es de advertirse, por otro lado, que no necesariamente las ideologías han ofrecido bondades en el pasado reciente. Ejemplos de extremismos ideológicos sobran en la historia inmediata y no siempre la sociedad ha salido bien librada de ellos. La Unión Soviética, o Cuba, parecen mostrar signos a favor de esta tesis. El populismo del nacionalismo revolucionario, en el caso de México, es una prueba evidente de excesos y desaciertos. Hay, ciertamente, un panorama de claro obscuros no siempre fáciles de dilucidar, pues el hecho de que un gobierno asuma el poder bajo el estigma de una ideología no siempre ha dado buenos resultados. Las ideologías, por sí mismas, no necesariamente son útiles, incluso cuando han estado respaldadas por movimientos históricos reivindicatorios de las injusticias o de las causa sociales. Las ideas tienen también sus respetivos ciclos de vida, nacen, se desarrollan, se consolidan y mueren, pues cambian las condiciones de contexto que les vieron nacer, y a menudo se convierten en visiones paradigmáticas que sus proponentes son incapaces de advertir, pues cegados por las doctrinas, que se constituyen en verdaderos dogmas,  y ofuscados también por el ejercicio del poder, no ven las tendencias emergentes y se niegan a realizar los cambios necesarios y las adaptaciones pertinentes.

 

Esta suerte de parálisis paradigmática, verdadera miopía directiva y de liderazgo político, constituye un extraordinario caldo de cultivo para las disfuncionalidades entre la teoría y la aplicación. No cabe la menor duda de que tanto en las religiones como en las ideologías existen fanatismos que no siempre se reconocen en tiempo y forma, y esta falta de oportuno reconocimiento conduce a los hombres y a las instituciones, incluyendo por supuesto al Estado, a perder el sentido de la contemporaneidad, es decir, esa capacidad de respuesta ágil y oportuna a los cambios provocados por la dinámica cultural, social, económica, tecnológica, así como por las revoluciones hoy promovidas por el conocimiento.

 

En otro sentido, también hay que anotar otro signo en menoscabo de las ideologías, y me refiero al hecho del papel que juegan respecto de las lecturas que los sujetos elaboran de la realidad social. En este sentido, epistemólogos relevantes de la talla de Gastón Bachelard, por ejemplo, han advertido de las dificultades que para las ciencias sociales ofrecen las ideologías en la medida en que éstas se convierten en telones nebulosos que obnubilan una lectura objetiva y racional de la realidad. En efecto, si la realidad se aborda bajo los trazos de la ideología, se corre el riesgo de disminuir, cuando no impedir, un registro exacto y objetivo de la realidad. De esta manera, tomar decisiones de orden público basadas en lecturas ideologizadas de la realidad social constituye una verdadera aventura y casi siempre las políticas públicas así inspiradas se hallan muy lejos de contribuir a la solución de los problemas sociales y políticos.

 

Un claro ejemplo de lo aquí dicho se encuentra en el conflicto de Chiapas. Aquí, por encima de la realidad que ofrecen los pueblos indígenas en términos de sus legítimas aspiraciones históricas, sociales y humanas, siempre negadas por el poder, prevalece una visión de Estado dominante, una visión claramente ideológica que responde a un paradigma de organización constitucional y política decimonónicas, y que hoy en día no responde ya a la solución del conflicto, y que por el contrario, su aplicación vehemente no haría sino empeorar. Veamos: si el estado de derecho proclama que el único ejército legítimo es el mexicano, cuyo jefe supremo es el titular del poder ejecutivo, y si todo ejército distinto a éste es ilegal y delictivo, entonces lo que habría que hacer sería detener a los culpables y juzgarlos bajo el cargo de traición a la Patria. Pero es evidente que este mandato jurídico, emanado de una visión ideológica de Estado, ha sido imposible de aplicar, pues en nada ayudaría a resolver el atolladero chiapaneco. Se trata, por supuesto, de un problema que ha rebasado la esfera jurídica, y que ha trascendido al orden político, y cuya consecuente solución es también política. La misma configuración de las etnias enmarcadas dentro del territorio nacional, ofrece una realidad que el marco legal mexicano no reconoce y que por lo tanto tampoco el Estado de derecho admite. Sin embargo ahí están, son una realidad imposible de negar, no obstante que la visión ideológica del poder constituido se niega a reconocer. Claramente, se observa una disfuncionalidad entre la teoría y los hechos; entre la ideología y la realidad, y aún, pese a estas distancias se han estado tomando decisiones relevantes para la vida nacional. La reforma constitucional reciente, ajena a los acuerdos de la COCOPA, es una clara representación de ello.

 

Otro caso es el que ofrece la conceptualización que se tiene del término “soberanía”. En el pasado, cuando se formaron los denominados estados nacionales, la soberanía parecía instalada en un sentido eminentemente territorial; la esencia de la soberanía radicaba en la defensa heroica del espacio vital de la nación. Aunado a este enfoque se tenía el de la capacidad de un pueblo para darse a sí mismo sus propias leyes y el modo de hacerlas respetar. Cuando los mecanismos de la sociedad y de la economía convirtieron al capitalismo primitivo en un capitalismo monetario y financiero, entonces el concepto se extendió al resguardo de la moneda, y se llegó a decir, en frase atribuida al viejo Lenin, que el último reducto de la soberanía de un país vivía precisamente en su moneda. Hoy en día, estos conceptos parecen superados de nueva cuenta por los embates de la globalización y no parecen ya ser vigentes ni aplicables. En el caso de México, si uno revisa los lineamientos de la política monetaria y fiscal, habremos de concluir que nuestra capacidad de decidir sobre ellas se encuentra ciertamente vulnerada. En este sentido, nos guste o no, hace tiempo que México dejó de ser soberano, si por soberanía se entiende lo hasta aquí dicho. ¿Cómo habrían, entonces, de entender este concepto los países que hoy conforman la Unión Europea, en donde el diseño e implantación de las políticas monetaria y fiscal se ha trasladado a un Parlamento supranacional?

 

En el mundo moderno y globalizado, el concepto de soberanía habrá de trasladarse a las etnias y a los grupos culturales y, sobre todo, a la defensa de la identidad nacional, pues por sobre los Estados están las Naciones. Quiero decir con esto que un Estado es una construcción jurídica, casi siempre militar y rara vez democrática; una nación, en cambio, es una cimentación cultural, afectiva y en cierto modo emocional, de modo que los Estados pueden fácilmente ser rebasados por la sociedad y por la nación. ¿Dónde está ahora el Estado soviético? Hoy descubrimos que la antigua URSS era, en realidad, un conglomerado múltiple y diverso de naciones formado por la fuerza de la bota militar, y su estructura duró hasta que despertaron los sentimientos de nacionalidad arraigados en el alma del pueblo. Este es el caso de nuestras etnias, las que en casi un número de sesenta, reúnen todos los requisitos que les constituye en verdaderas y auténticas naciones, a criterio de la UNESCO  y de la ciencia antropológica. Lengua, pasado histórico común, religión, ideología o visión del mundo, entro otros elementos caracterizan a las etnias prehispánicas de México. Sin embargo, la visión ideológica del estado dominante se niega a reconocerlas como tales, pese a que han estado ahí antes que nosotros. No me refiero, por supuesto, a un reconocimiento folclórico, sino a un reconocimiento político.

 

Es en este sentido en que las ideologías constituyen y crean aparatos de dominación, aparte de ser ellas mismas una expresión política de la dominación social. Pero además de ser súper estructuras del aparato dominante, para usar la terminología de A. Gramsci, las ideologías son un escollo para el registro de una lectura objetiva de la realidad, y esto constituye una auténtica fuente de distorsiones para quienes tienen la responsabilidad social, histórica y política de tomar decisiones desde la perspectiva del gobierno y del Estado.

 

Entonces, pareciera ser que la desaparición de las ideologías del escenario contemporáneo de la política, no parece ser en sí misma una fuente de desgracia. Pero hay que insistir en que la supresión de las ideologías es, en realidad, aparente o cuando menos parcial. Es aparente porque, lo que en efecto han desaparecido son las doctrinas inspiradoras de los actos de gobierno, sobre todo en el campo del diseño y aplicación de las políticas públicas; sin embargo, la ideología, entendida como súper estructura social, constituye la fuente misma de la visión del mundo que un pueblo expresa y que deviene de su historia material. En este sentido, la escuela, por caso, es un aparato de doble flujo, pues de ida forma ideologías y de regreso le sirve a las ideologías para afianzarse como visión dominante de la historia y, por tanto, de la sociedad. Este sentido de la palabra “ideología” no desaparecerá nunca, pues parece ser consustancial a la formación de los grupos humanos. Sin embargo, si entendemos a las ideologías como “doctrinas”, entonces si es de admitirse su abatimiento y su cese como germen inspirador de los políticos en el poder.

 

Asumo aquí que, por encima de las doctrinas de Estado, o de partido político, esta la supremacía de la identidad nacional, y que esta identidad es ajena a doctrinas, pues tiene más que ver con la cultura y con la afectividad, es decir, con los sentimientos de arraigo a la tierra, a los valores, a las creencias y a las actitudes, que con postulados, axiomas y apotegmas políticos. La identidad nacional, la afinidad del pueblo consigo mismo y la conformancia con su propia historia, serán en los tiempos por venir, el único escudo defensivo ante los asaltos de la extranjerización, de la globalización y de la dominación cultural. Y este escudo será la auténtica expresión de la soberanía entendida de modo moderno.

 

Entonces, la identidad nacional, si se fortalece adecuadamente, habrá de llegar a representar la contracultura, es decir, las fuerzas reactivas –no reaccionarias-, ante la globalización. Y este es el escudo que mantiene a los pueblos europeos conscientes de sí mismos, no obstante que la Unión Europea, más allá de lo que se entiende por mercado común como mecanismo de integración económica, ha implicado una cesión evidente de soberanía, entendida ésta en forma clásica. Pero a pesar de ello, los países formantes de la Unión mantienen clara conciencia de lo que son como pueblos y como naciones, y ello les ha permitido ceder lo que un país de dudosa formación nacional estaría imposibilitado de hacer.

 

Me asaltan serias dudas respecto de que los mexicanos tengamos la conformación sólida, como nación, que nos permita resistir, culturalmente, las irrupciones y las ofensivas de la globalización. Países como Japón, pese al alto grado de occidentalización que observa su pueblo, mantienen no obstante su identidad nacional, identidad formada a través de los siglos; China y otros países son clara prueba de ello.

 

En suma, es de comprenderse que los tiempos actuales están marcados por lineamientos culturales, sociales y políticos jalados por los procesos económicos y financieros que hoy caracterizan al mundo que vivimos. La emergencia de una economía guiada por el conocimiento, por la tecnología, por los procesos industriales de las comunicaciones electrónicas y por la sistematización de los sistemas de producción, está generando cada vez más fronteras invisibles entre los antiguos estados nación; los mecanismos de integración económica, ya sean éstos zonas de libre comercio, uniones aduaneras, mercados comunes o de integración plena, están a su vez reconfigurando conceptos tradicionales, tales como soberanía, ideologías, estado, nación, entre otros. Los sistemas legales, y el derecho mismo, tendrán que encontrar nuevas definiciones y novedosas formas de aplicación. Los tiempos por venir no son tiempos de los que se esperen esquemas ideológicos, esto es, doctrinarios del estilo de los movimientos revolucionarios de los siglos XIX y XX. Por lo tanto, la política y el poder, el Estado y las naciones, tendrán que buscar reacomodos conceptuales que les den nuevos significados y nuevas expresiones para resolver los, sin embargo, antiguos problemas del hombre y de las sociedades.

 

Espero que nuestra identidad nacional sea lo suficientemente fuerte para enfrentar los retos de la apertura cultural y de la transnacionalización que se avecina y que viaja en el carril avorazado de la globalización. Es un reto, es un desafió, a la vez que una aventura, una gran aventura nacional que pondrá a prueba los valores y la reciedumbre de nuestra nacionalidad.

 

 

 



[1] Me refiero a la campaña para la renovación de los poderes federales del 2 de junio del 2000.